Las arpías literarias: re-definiendo a la soledad y las mujeres
POR María Odette Canivell .Un acercamieto literario A LA FIGURA DE LA ARPIA, increible amigs !!
FUENTE :Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid
Resumen: A los ojos de la sociedad del siglo XXI, las mujeres todavía se encuentran solas... cuando no tienen un compañero amoroso. La literatura está plagada de ejemplos donde la soledad --producto del desengaño afectivo o por un amor no correspondido-- llega a causarles la muerte a sus heroínas literarias. La mujer se ve así misma definida por su relación con el hombre, sin embargo, utilizando la literatura como arma, ciertas escritotrs combaten este estereotipo transgrediendo las fronteras del género y revirtiendo roles que tradicionalmente son asociados con arquetipos negativos (arpías, crones, y hagias) en personajes positivos.
Palabras clave: Feminismo, arpías, literature femenina, soledad, Poniatowska, Belli, Woolf, Storni, Serrano, de Erauso, de la Cruz.
Empezaré este artículo con un pronunciamiento un tanto arriesgado:
A los ojos de la sociedad del siglo XXI, las mujeres todavía se encuentran solas... cuando no tienen un compañero amoroso. La literatura está plagada de ejemplos donde la soledad --producto del desengaño afectivo o por un amor no correspondido-- llega a causarles la muerte a sus heroínas literarias. Madame Bovary y Anna Karennina (quienes se suicidan por causa de un hombre) se ven aquejadas por este fatídico mal; María de Jorge Isaacs y Cecilia Valdéz mueren por amor (o por falta de él). Se diría que las mujeres nos encontramos solas... cuando no tenemos un compañero sentimental. Pareciera como si la identidad existencial de la mujer viene dada, en términos meta-bíblicos, por su relación (o falta de ella) con Adán.
Esta percepción popular sobre la mujer sin hombre, la solterona y la viuda (que no se aplica, por lo general, a los miembros del género masculino), salta a la vista en numerosos ejemplos literarios, desde La Regenta hasta Doña Bárbara pasando por la amarga vida de Bernarda Alba; las mujeres que retratan son arquetípicas: cínicas, amargadas y dispuestas a todo con tal de controlar la vida de los demás y hacer infeliz al pobre ingenuo que todavía crea en la posibilidad de ser amado. Uber-solteronas como la tía Tula, cuya abnegación y sacrificio en pro de los demás es evidente, son observadas con cierto recelo, como si la decisión de vivir para otros, sin gozar de los frutos del amor personal, fuera inaudita, inexplicable. Esta concepción --claramente masculina-- sobre la dependencia emocional de las mujeres habita de tal modo nuestras consciencias que amenaza con menoscabar hasta la vida propia de ciertas escritoras, cuya muerte se quiere atribuir al desengaño amoroso o la falta de un hombre. Así, Alfonsina Storni muere (dice la canción popular) por amor a Horacio Quiroga, mientras que Virginia Woolf se suicida por la frialdad con la que es tratada por su marido, quien no la comprende.
En ambos casos, esta apreciación sobre la soledad de las mujeres, (que, en algunos casos, las lleva hasta la muerte) es falsa. La primera opta por el suicidio tras decidir que la vida, con un cáncer recurrente e inoperable, es fútil; la segunda muere a causa de su propia locura, inducida, tal vez, por el abuso sexual al que fue sometida, cuando niña, la muerte de su madre, a muy temprana edad, y la de su hermano menor, al que adoraba. Woolf se ahoga un 29 de Marzo de 1941, aterrorizada por la idea de que los nazis lleguen a invadir Inglaterra y acaben con la vida de su esposo, de origen judío. La soledad, en estos tristes desenlaces, tiene poco que ver con las razones por las que estas brillantes estrellas literarias eligen el suicidio. Son las trágicas circunstancias de su vida personal, y no la falta de pareja, las que las llevan hacia soluciones extremas.
Como ellas, otras escritoras --sobre las que escribiré en las páginas siguientes-- utilizan la “soledad” como acicate intelectual. Estar “sola” deja de ser un pecado social para convertirse en una raison d’etre. Estas mujeres, a las que denomino “arpías literarias”, emplean la literatura como un arma sociológica: un instrumento que les permite combatir un concepto radicalmente anti-femenino: la soledad en las mujeres está definida por la falta de compañía masculina. Su prosa y verso corea, a todos los puntos cardinales, que las mujeres se sienten solas porque no se les permite poseer una identidad que no esté relacionada con la costilla ontológica que el mundo judío-cristiano les otorga. Las mujeres no se sienten como seres “enteros”, entes completos. Por tal motivo, se sienten solas.
Esta visión “siamesa” del mundo femenino, producto de una exégesis parcializada del libro del Génesis, encuentra apoyo en la cosmogonía griega. En el mundo helénico los seres humanos son objeto del castigo de los dioses. Los habitantes del Olimpo cortan por la mitad a la humanidad convirtiendo en dos a una entidad completa. Desde entonces, el hombre y la mujer buscan en el otro a la parte que le fuera arrebatada. El mundo judío-cristiano va aún más lejos: el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios; la mujer, como un apéndice de la creación-imagen de la divinidad. Las mujeres se encuentran atadas (genérica y literalmente) a los hombres por la costilla que Adán perdió. En un silogismo (con lógica un tanto desafortunada), una mujer no está completa sin un hombre. De la misma manera que fue “creada” por él, lo necesita para llegar a alcanzar la unidad ontológica.
En este ensayo, quiero refutar esta percepción fragmentaria sobre la naturaleza femenina utilizando, para ello, el ejemplo de vida y las obras de algunas escritoras femeninas que me han servido como modelo personal. Quiero demostrar que su obra escrita (e incluso su propia biografía) puede tomarse como prototipo de lo que llamo una arpía literaria, una escritora que reclama su derecho a la plenitud existencial utilizando a la literatura como arma para combatir ésta soledad metafísica de una vida ligada a otro. Como las arpías de la Antigua Grecia, doncellas de largos cabellos y singular hermosura, convertidas por el imaginario masculino en viejas desdentadas que le roban el elán vital a los seres humanos, mis arpías literarias son escritoras cuya producción literaria franquea la barrera del genero para crear literatura que defiende el derecho de cualquier miembro de la humanidad a ser percibido como un ser completo. [1]
Aunque pareciera increíble en esta era de polarización sexual, el concepto moderno de género tiene poco tiempo de estar en vigor. Desde el Renacimiento hasta bien entrado el siglo XIX, prácticamente no existía la noción de que existieran dos sexos: Thomas Lacqueur, en su estudio sobre la sexualidad desde el mundo griego hasta Freud, mantiene que, en el siglo XIX la mujer todavía era considerada como un “hombre” a la inversa, cuyos órganos sexuales se encontraban adentro del vientre, en vez de afuera. En ese sentido, afirma el autor, “el cuestionamiento moderno sobre el sexo de una persona era irrelevante durante ese período, no porque los sexos estuvieran mezclados, sino porque solamente había un sexo: el masculino”(mi traducción, 124). Las mujeres eran hombres con un pero: gracias a un diseño “improvisado” [2], sus genitales se encuentran situados contra natura.
En esta visión tan radical del mundo judío-cristiano, las Hawas bíblicas emergen como productos a imagen y semejanza del hombre, cuya razón de ser es prestarle un “servicio”, es decir acompañarlo en su soledad; su “construcción” genética, es pues, en el proyecto divino, inacabada, deficiente. [3]
La literatura perpetúa este mito. Aunque existe una buena cantidad de poesía, narrativa y teatro donde el hombre busca a la mujer de sus sueños, pocos de ellos merecen los epítetos que la Celestina, La Prima Bette o la Trotaconventos reciben. Estas mujeres tienen en común que son solteronas cuya maldad causa la desgracia de los protagonistas de sus respectivas narraciones literarias. Como Podargo (Ocípete) la única arpía que se aparea con el viento boreal produciendo los famosos garañones de Aquiles, Xanthos y Balios, estas mujeres desdichadas desean un hombre. No lo consiguen, empero, y su frustración las lleva a destruir la felicidad de otros más afortunados en el amor que ellas.
La connotación negativa asociada con la soltería de la mujer, por lo general, no se encuentra presente cuando el término se aplica a los hombres. Aún solteronas abnegadas y buenas, como la Tía Tula, son contempladas con recelo. ¿Quién desearía sacrificar su vida cuidando a otros en vez de cumplir con su oficio reproductor? La solterona es, por lo general, un ser percibido con problemas emocionales, cuyos órganos reproductores, inoperantes, han, por fuerza, de desencadenar el deterioro mental que las caracteriza.
Este concepto nocivo --en lo que a la mujer se refiere-- se traslada a la ciencia. Freud, en su famoso caso Dora K, se niega a contemplar la posibilidad de que la muchacha haya sido mancillada por los deseos lujuriosos del mejor amigo de su padre; prefiere creer que Dora reprime un deseo sexual oculto y por eso sufre de histeria. En vez de tratar la raíz de la enfermedad, el médico vienés ataca el síntoma. En términos psico-sociales, la sociedad borda en la identidad de la mujer el estigma de la soledad; su marca le sella el alma, llevándola a convertirse en alguien cuya naturaleza se encuentra incompleta si no está reflejada en el espejo del yo masculino. Como afirma Bram Dijstra, la humanidad coloca a la condición masculina en lugar de honor, mientras que maldice al género femenino. De tal modo, el hombre se empeña en probar que “todas las mujeres poseen, por esencia, una naturaleza que las convierte en depredadoras, brujas, destructoras; en resumen, son las hermanas malvadas” de la humanidad. (Evil Sisters, 3, mi traducción).
De la misma forma en que las arpías, las hags o crones, las Eríneas y Medusas son transformados por el imaginario masculino en seres malignos y peligrosos, nuestras arpías literarias batallan por ser escuchadas, publicadas e incluso tomadas en serio por el sexo opuesto. Sor Juana Inés de la Cruz manifiesta en su “Respuesta a Sor Filotea” el anhelo de ocupar un espacio en la comunidad intelectual de su época. Las mujeres, confiesa, no solamente habitan el reino de la cocina, sino también el del pensamiento. Anunciando las premisas fundamentales de la ideología de Woolf y Cixous, quienes manifestarán (tres siglos más tarde) su intención de luchar para que la mujer encuentre un sitio para expresarse, estas escritoras desafían los conceptos tradicionales de género para “re-escribir” a la mujer, devolverle aquella naturaleza buena de antaño que perdiera, no por desidia sino por perfidia masculina. Como señala la monja americana, al preguntarse por qué culpa el hombre a la mujer por el origen de su infelicidad, el género femenino asume la culpa de los anhelos imposibles de la masculinidad:
Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis;
si con ansia sin igual
solicitáis su desdén,
¿por qué queréis que obren bien
si la incitáis al mal? (Sátira Filosófica, 92)
Sor Juana pone el dedo en la llaga. El hombre “necio” que acusa a la mujer sin razón no es nadie más que el representante del imaginario masculino quien, deseando que la mujer sea más “a su semejanza”, trata de convertirla en un imposible. Así, hagias se convierten en crones; mujeres hermosas y buenas en arpías. Esta transformación se produce sutilmente [4]. El historiador J. W. Powell sostiene que cuando la civilización se enfrenta al barbarismo, “aquella le enseña un nuevo lenguaje”. Las viejas mitologías dejan paso a nuevos conceptos donde los “demonios de los carcamales “crones”(o arpías) surgen para asustar a los niños”(101) [5]. En el mundo helénico, por ejemplo, la hagia era una mujer venerada, con un papel hegemónico dentro de la sociedad a la que pertenecía. Su tarea era ser custodia del saber de la comunidad, aconsejar a aquellos que necesitaban ayuda y mediar en disputas familiares. Las hagias, generalmente, eran mujeres ancianas cuyo período reproductor había terminado. Por tal motivo se creía que su experiencia de vida y sus consejos eran valiosísimos. En la Antigua Grecia, se les permitía -incluso-- increpar a los hombres.
En otras culturas, entre ellas la civilización Maya, las sajorinas desempeñaban un papel similar. Estas mujeres “saben más que siete. Saben de leyendas antiguas y de rezados para curar las más diversas enfermedades...Además también echan las cartas y saben de sortilegios amorosos que ofrecen a las muchachas para curar maleficios y el desamor... también cuentan relatos de antiguos que rayan muchas veces lo mágico con lo real.” [6]
Casi todas las civilizaciones poseen el equivalente de la arpía, hagia, crone, sajorina o shamana. Es solamente en determinados tipos de estructura comunitaria, en las que una función social productiva y respetada, como la que desempeñaban estas mujeres, es transformada por el imaginario masculino en un vehículo para la maldad.
McClure reflexiona sobre un aspecto curioso de este proceso. Con excepción de las hagias, la mujer en Grecia rara vez se expresaba en términos negativos sobre los hombres. Existen muy pocos ejemplos, en la literatura griega, de mujeres que increparan a los miembros del género masculino. El historiador arguye que la falta de escritos donde la mujer manifieste su desaprobación social por el comportamiento masculino se debe a que, en la cultura griega, tal comportamiento estaba asociado con una “inversión de géneros” cuyo uso era considerado “inapropiado para las mujeres” (374). Gradualmente, debido a patrones culturales tomados de mitos e historias de mujeres presentes en la cultura griega, la idea de que una mujer pudiera ser la causa de los males de la humanidad se desarrolló. Las Evas, Pandoras, Elenas y Dalilas nacen a la consciencia de la humanidad convirtiéndose en las causantes de la desgracia del hombre, y por sinécdoque, del pueblo al que éste representa.
Estas mujeres sabias, transformadas injustamente en arpías, crones o vampiros, convierten en protervo todo lo que tocan. Su frustración sexual, social y emocional las torna en enemigos de la comunidad. En el caso de las arpías griegas, su papel como guardianas de la muerte les es conferido por Zeus, quien les ordenaba atrapar el alma de los mortales que se rehusaran a aceptar la muerte; aún así, la culpa del delito recae sobre ellas, y no sobre el padre de los dioses, autor, después de todo, del destino de los hombres. ¿Si esta personificación de la mujer en el imaginario masculino se encuentra tan firmemente asociada con la maldad, por qué razón tratar de rescatar la imagen de la arpía?
Como afirma el Consejo de los Crones, hermanas, a mi juicio de las arpías : “queremos devolverle a este arquetipo su identidad originaria, por el medio de reunir a mujeres que promuevan la igualdad, diversidad, que apoyen a otras mujeres y que honren el valor y la experiencia de la mujer de avanzada edad”. [7]
En la antigua Grecia, las hagias eran consideradas como entes asexuados. Habiendo cesado en su función reproductora, no se las consideraba hombres ni mujeres, sino miembros extra-ordinarios de la comunidad. Así mismo, las pitonisas, las haegte de origen nórdico, las arpías y las crones eran mujeres sabias, usualmente castas, navegando en la liminalidad: a caballo entre el mundo de la realidad y la fantasía. Y es ésta característica, principalmente, la que las asocia con el mundo de la literatura. Estas venerables consejeras guardaban los secretos, historias, tradiciones de las comunidades a las que servían, desempolvando, cuando la ocasión ameritaba, el saber cultural acumulado. Como ellas, las arpías literarias revelan sus secretos, plasmando en sus obras esta sabiduría heredada, el legado cultural de sus pueblos.
Con pocas excepciones, las mujeres, a través de la historia, han asumido los patrones culturales que les han sido impuesto (extrínsecamente) por el imaginario masculino. Algunas pocas, empero, han encontrado en la literatura un mecanismo para liberarse de las cadenas del género. Sor Juana, Gioconda Belli, Elena Poniatowska, Catalina de Erauso, Alfonsina Storni y Marcela Serrano son solamente algunos ejemplos sobre los que quisiera discursar en las siguientes páginas.
En las postrimerías del siglo XIX, una escritora inglesa causa revuelo en la comunidad literaria del Reino Unido. Virginia Woolf, dirigiéndose a un grupo de intelectuales y escritores, implora que se le conceda a las mujeres un espacio vital. La “habitación” que pide para el género femenino es un espacio metafísico y existencial que les permita recobrar esa identidad fracturada, en peligro de extinción por tantos años de ser definida en términos del otro. Debemos destruir la imagen del “ángel de la casa”, dice Woolf, aquella tía Tula que sacrifica su vida en aras del bienestar de una colectiva que la ignora y la maltrata. El espacio que necesita la mujer, cree Woolf, debe estar lleno de sus propios pensamientos, sus necesidades, de su propia “consciencia”. Las mujeres nos dice, deben dejar de utilizar la literatura como arte, para convertirla en una extensión de sí mismas. Las arpías literarias, haciendo eco de Woolf y de Cixous, la cual manifiesta que “la mujer debe escribirse a sí misma; debe escribir sobre ella misma y atraer a las mujeres a su escritura”(1524), desafían los tabúes culturales sobre la soledad de las mujeres y se re-encuentran a sí mismas en la literatura. Si el género femenino ha sido silenciado por la cultura del patriarcado, como clama Cixous, estas mujeres se insertan dentro de la historia contando “cuentos” desde la perspectiva femenina.
Rechazando el dilema de Bethsabé, quien es forzada a callar, la mujer debe de re-insertarse en la historia, interrumpir los patrones culturales y clamar por su derecho de hablar por sí misma. El discurso femenino no puede ser igual al del patriarcado. Como señala Irigaray, si continuamos hablando del mismo modo, si nos hablamos entre nosotras como los hombres lo han hecho siempre, como ellos nos enseñaran, no podremos encontrarnos, nos fallaremos a nosotras mismas; las palabras nos entraran por un oído y nos saldrán por el otro, “pasaran sobre nuestros cuerpos, sobre nuestras cabezas” (82).
Alfonsina Storni recoge, en un poema extraordinario, ésta súplica por la libertad, por el derecho a expresarnos como querramos:
Hombre pequeñito, hombre pequeñito
suelta a tu canario que quiere volar
Yo soy el canario, hombre pequeñito
déjame saltar
Esta estrofa de Storni, mujer excepcional, presidenta de la Asociación Argentina de Poetas y Escritores, maestra, actriz, obrera de una fábrica de botones y camarera, es un canto a la libertad, una súplica de independencia para la mujer. En el siguiente verso, Alfonsina (cuyo nombre, como ella señala, significa la que se atreve a todo) escribe:
Tú me quieres alba,
Me quieres de espumas,
Me quieres de nácar.
Que sea azucena
Sobre todas, casta.
...
Por cuáles milagros,
Me pretendes blanca
(Dios te lo perdone),
Me pretendes casta
(Dios te lo perdone),
¡Me pretendes alba!
Como de la Cruz, Storni señala, con buen humor e ironía, que la imagen que el hombre crea de la mujer es, no solamente imposible de cumplir sino contradictoria en relación a lo que de verdad quiere. La autora termina el poema, del que solamente cito algunas estrofas de esta manera:
Y cuando hayas puesto
En ellas el alma
Que por las alcobas
Se quedó enredada,
Entonces, buen hombre,
Preténdeme blanca,
Preténdeme nívea,
Preténdeme casta.
Catalina de Erauso toma una ruta diferente en su peregrinaje por la libertad. La novicia del siglo XVII, quien se disfraza de hombre, viaja a tierras americanas y alcanza el grado de alférez, escribe sus memorias para lograr el favor real (y una pensión generosa que le pide a su majestad por los servicios prestados en defensa de la corona). En su obra, Catalina desafía la noción contemporánea de género. Después de haber sido desenmascarada como mujer, solicita permiso para terminar su vida como hombre. Tras pasar penas y contratiempos (es encarcelada, pelea innumerables duelos, mata a su hermano por equivocación...) logra conseguir lo que desea. La ex monja muere en México conocida como Antonio de Erauso.
La crítica literaria Stephanie Merrim señala que existe cierta dualidad en la obra de Erauso. El texto original de las memorias atribuido a Catalina se encuentra perdido; en la edición Princeps la autora emplea, para referirse a sí misma, terminaciones femeninas y masculinas indistintamente. Tal y como señala Lacqueur, ya que en el renacimiento no existía un concepto indistinto de género, tal dualidad es perfectamente comprensible [8]. Taddeo está de acuerdo: En el barroco, señala, era común expresar el tropos literario del “mundo al revés” utilizando para ello a hombres vestidos de mujer y viceversa. Viola, de Shakespeare, y Dorotea, de Cervantes son solamente dos ejemplos de mujeres vestidas de hombre.
Catalina utiliza la “figura” masculina para liberarse de la opresión a la que su género la condena. El “ser” hombre (o estar vestido como hombre) le permite escribir sus memorias, pelear en combate (como hombre) y viajar por el mundo. Al negar su propia sexualidad (su “feminidad”) y usurpar la figura masculina, de Erauso trasciende las fronteras del género y, como las hagias cuya ausencia de sexualidad las hace valiosas para el grupo social al que pertenecen, se traslada hacia ese terreno liminal, frontera de la ficción y la realidad. Después de todo, como argumentaban Capel y Ortega, aunque el convento facilitara para la mujer la posibilidad de escapar la rigidez de la familia o el matrimonio, de Erauso se las arregla para evitar la primera (cuando entra al convento) y el segundo (cuando escapa del convento vestida de hombre).
La segunda monja famosa, de la Cruz, comparte con su compañera de hábito el deseo por trascender las ataduras culturales que la sociedad patriarcal impone a la mujer. En su carta a Sor Filotea reclama el derecho de todo miembro del género femenino a ser escuchado, la necesidad de proveer los medios económicos para tener acceso a la educación formal y algún “espacio” cultural y espiritual para expresar lo que sienten. Utilizando las palabras de doctores de la Iglesia, como Santa Teresa o San Juan de la Cruz así como ejemplos de la Antigüedad clásica, la monja contra-argumenta las falacias de sus acusadores.
Una arpía más contemporánea es Elena Poniatowska, cuya obra Hasta No verte Jesús Mío relata las desventuras de una paupérrima soldadera mejicana. De origen muy humilde, sin ninguna educación formal, Jesusa Palancarés es, a mi juicio, el ejemplo de la arpía más enternecedor. Su vida, como su muerte, es un testamento a la tenacidad. “En esta re-encarnación Dios no me ha tenido como tacita de plata” (13), nos dice Jesusa al principio de la obra. La protagonista de esta novela testimonio, obra con dejos de novela picaresca, representa al arquetipo de la arpía. Vieja, fea, pobre y enferma, Jesusa no se deja vencer por la adversidad. Por el contrario, adopta a dos huérfanos de la calle, alimenta a perros y canarios perdidos. Carece de posesiones materiales o buenos modales. Es malhumorada, impaciente, autoritaria y sabihonda. Regaña a Poniatowska por robarle su tiempo; por convertir su relato verdadero en una ficción. Esta mujer soldado que dirigiera su propio regimiento es una crítica social con lengua de acero. Como señala con la ironía del descamisado, “así fue la revolución, que ahora soy de estos, pero mañana seré de los otros, a chaquetazo limpio, el caso es estar con el mas fuerte, el que tiene mas parque… (71).
Como las hagias de otrora, regaña a los generales por cobardes. Increpa a los soldados por su falta de valentía: “me dio harto coraje que el general de nosotros se pasara a los Estados Unidos. Le dije que puesto que contábamos con mas armamento y parque, no tenia porque haber dado nalga al norte.” (130) Jesusa es la única que quiere pelear, que no entiende porque los hombres se van a rendir sin vengar la muerte de sus compañeros caídos en la refriega. El general Espinosa y Córdoba, al ver que Palancarés se ha hecho cargo de la tropa comandada por su marido, --tras su muerte en combate-- le quiere dar tropa al mando. La protagonista de la novela se rehúsa a aceptarlo: “No señor,” le responde, “yo no soy soldado ni pueden nombrarme comandante” (131)
Hasta no verte Jesús Mío es un retrato único del México olvidado, de la revolución de los marginados sociales, de la miseria humana de un pueblo aprisionado por una ideología sin sentido. En la obra, Poniatowska trenza retazos de la historia de las adelitas, las muchachas, las campesinas que apoyaran la Revolución Mexicana para ser borradas de la memoria por ganadores y perdedores por igual. Este tricot de mujeres fuertes, abnegadas y estoicas es narrado por la sajorina Palancarés, quien fuera reina en otra re-encarnación, y espera, en esta nueva vida, llegar a purgar los pecados de la anterior. Aunque Jesusa no sea vista, a ojos de la mayoría mejicana, como una arpía literaria, su relato, “trasladado” por Elena a la literatura posee, a mi juicio, todos los rasgos que caracterizan este grupo social. Su vida, su voz y su carácter fuerte rescata, para todas las mujeres humildes, descastadas, mudas y en la miseria, el derecho de contar las historias de la supervivencia en los márgenes de la sociedad, de la injusticia cometida a tantas otras que, como ella, dieran su sangre en la lucha por un México mejor. A través de Jesusa, Poniatowska misma recupera su identidad. La autora, nacida en París de padre polaco y madre mejicana, aprendió a hablar español hasta los ocho años cuando descubriera, a causa de la segunda guerra mundial, que la mitad de su familia era mejicana. Escribiendo sobre el otro México, el de la nodriza que le enseñara el castellano, Poniatowska se recupera a sí misma. En la figura de Jesusa, Elena recuerda que es mexicana.
La poetisa, militante, novelista y ganadora del Premio Casa de América Gioconda Belli corresponde a lo que llamo la arpía bélica. La autora nicaragüense defensora de los derechos de la mujer, activista político y revolucionaria utiliza la poesía para reflexionar sobre el nuevo papel que las mujeres desempeñan:
El hombre que me ame reconocerá mi rostro en la trinchera
rodilla en tierra me amará
mientras disparamos juntos contra el enemigo
Belli se rehúsa a permanecer inactiva mientras el destino de su país está en juego, así decide tomar las armas y combatir la dictadura militarmente (fusil al hombro) y literariamente con sus novelas La mujer habitada, Waslala y sus memorias, El país bajo mi piel. Literal y literariamente, Belli combate por la libertad. Las mujeres, afirma la autora, deben darle las gracias a Dios por haberlas creado:
...a martillazo de soplidos
y taladrazos de amor.
Como dice el refrán popular, quien te quiere te aporrea, Dios, a las mujeres, no pareciera quererlas mucho, sin embargo, Gioconda le agradece al creador, en su poema Y Dios me hizo mujer:
las mil y una cosas que me hacen mujer cada día
por las que me levanto orgullosa
todas las mañanas
y bendigo mi sexo
La poesía de Belli glorifica a la mujer, se enaltece en su condición femenina. Sus palabras exhortan a todas las compañeras de lucha política o sexual a que se enorgullezcan de aquello que las hace mujer. No importa si en la trinchera o la vida diaria, Belli coloca al género femenino en un lugar privilegiado, donde el sexo femenino, lejos de ser una maldición, se torna en una ocasión de fiesta.
La última arpía literaria que examinare en estas páginas es la escritora Marcela Serrano. En su novela, Nuestra Señora de la Soledad la novelista narra la historia de Carmen una escritora famosa que desaparece misteriosamente. Rosa, la detective encargada de su búsqueda, encuentra --en las pistas concretas que deja la desaparecida-la respuesta a su propia soledad. Esta novela de la escritora chilena centra la trama en el fenómeno de la soledad femenina. A pesar de ello, la obra no es una reflexión melancólica sobre la soledad humana, sino una disquisición sobre las causas de la falta de comunicación entre los seres humanos. Los caracteres literarios de Serrano tienen, en común, esta necesidad de entender el comportamiento femenino aún visto a través de los ojos de los hombres. Las mujeres de Marcela ya sean líderes del movimiento zapatista o líderes guerrilleras fallecidas en Antigua Guatemala comparten los mismos dolores: la necesidad de ser escuchadas, el deseo por el respeto de sus parejas masculinas y un compromiso social para la creación de una sociedad donde las mujeres, como Carmen, no sean canarios encerrados en una jaula de oro, sino seres independientes con los mismos derechos que los hombres. Ser feminista es estar comprometida con la humanidad, dice la autora. En una entrevista para el Diario La Prensa, Serrano afirma:
La mujer latinoamericana afronta una lucha cotidiana para poder vivir mejor, defendiendo sus derechos y la igualdad en un mundo hecho por y para los hombres.
Los patrones culturales legados por una sociedad que se denomina a sí mismo como egalitaria dificultan para la mujer latinoamericana, y de todas las nacionalidades, el sentirse ontológicamente independiente. Las mujeres, en la literatura de Serrano, Belli, de la Cruz, de Erauso y Poniatowska están cansadas de ser el apéndice de Adán. Desean la independencia, la igualdad. Como Carmen, huyendo de la soledad en compañía, las mujeres de Serrano afirman por boca de la autora lo siguiente:
Siento que saldé cuentas personales y colectivas con las mujeres y la política. Me habría vuelto loca sino hubiera gritado todo lo que he escrito. Ahora sigo diciendo lo mismo de otra manera, más sutilmente…
Así, estas arpías literarias emplean el filo de su pluma para combatir la soledad de la dependencia emocional. Su lucha incesante por encontrar lo que les ha sido arrebatado, espero, haga eco en todas nosotras.
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